El manuscrito de nieve: primer capítulo, segunda entrega

Segunda entrega del Capítulo 1 de El manuscrito de nieve, de Luis García Jambrina que próximamente aparecerá publicado bajo el sello editorial de Alfaguara.

La primera parte, aquí.

–Subiendo la escalera, tropecé, y al suelo iría a parar –contestó el muchacho con fingida inocencia.

–¿Ah, sí? –replicó el huésped–. ¿Y no habrá ido más bien a parar al interior de tu barriga?

–No entiendo, señor, ¿por qué lo decís?

–Ahora lo verás –lo amenazó–. Ven aquí.

–¿Para qué, señor? Desde aquí veo bien.

–Yo a ti, sin embargo, te veo muy mal –repuso el hombre cogiendo un cuchillo que había encima de la mesa.

–Pero ¡¿qué hacéis?!

–Toma, bandido –exclamó el hombre, acuchillándolo por donde sabía que estaba la bota–, para que aprendas a hacer sangrías en los bienes ajenos.

El muchacho, al ver que la camisa se empapaba de rojo, empezó a chillar muy asustado:

–¡A mí, madre, a mí, que este mezquino acaba de clavarme un cuchillo en la barriga!

Y tan convencido estaba de que así era que, al ver que de la supuesta herida no paraba de manar sangre, perdió el sentido y se desmayó. La madre llegó entonces corriendo y, al verlo tendido en el suelo en tan lamentable estado, comenzó a pedir socorro y a clamar justicia contra el agresor.

–Mirad antes –le advirtió éste– lo que guarda el muy bellaco bajo la camisa.

La madre, en cuanto vio la bota agujereada, lo comprendió todo y empezó a darle tales bofetones al muchacho que éste se despertó creyendo que había ido a para a una de las antesalas del infierno, donde un demonio o, mejor aún, una diablesa lo estaba castigando por sus muchos pecados, hasta que, por las risas del malhadado huésped, comprendió claramente lo que había pasado. No obstante, se tentó la carne bajo la camisa para ver si en verdad estaba herido.

Desde entonces, tenía buen cuidado de no llevar encima las pruebas del delito. Para ello, había preparado un pequeño escondrijo, en una de las entradas del mesón, donde al pasar aligeraba las jarras o lo que llevara en las manos y los bolsillos. Después, cuando llegaba el momento, recogía con cuidado su botín y acudía con él a reunirse con los otros mozos, tan avispados como él.

Vecinos de Ciudad Rodrigo adquiriendo gargantillas. Foto tomada de http://www.soitu.es

Esa noche, la mayoría había traído tortas y roscas, pues era la festividad de San Blas y solía celebrarse degustando esos humildes manjares. Terminada la cena, uno de ellos se dedicó a repartir unas cintas de colores bendecidas que había robado a la puerta de una iglesia y que, según se decía, protegían a quienes las llevaban de las afecciones de garganta.

–¿Y también protege de la horca? –bromeó uno, entre risas.

–No te burles de estas cosas, que trae mala suerte –le advirtió otro, muy serio.

–La costumbre –les informó el que las había traído– es ponérsela el día de San Blas alrededor del cuello, quitársela el martes de carnestolendas y quemarla el miércoles de ceniza.

–¿Alguien sabe dónde está Nuño? –preguntó, de repente, el que parecía de más edad.

–He oído decir –respondió el de las cintas– que unos alguaciles del Concejo le dieron una paliza porque lo pillaron robando una fruta en el mercado, y ahora no se puede mover.

Del corrillo de muchachos surgió un murmullo de protesta y desaprobación. Después, uno se quejó de que, esa misma mañana, había sido castigado por otro alguacil, que lo acusaba de haber robado las herraduras de los caballos y las mulas que, como mozo de cuadra, tenía a su cargo, algo bastante habitual entre los de su condición.

Como si esa hubiera sido la gota que colmaba el jarro, todos coincidieron en que las cosas no podían seguir así, que había llegado el momento de tomar la debida satisfacción. Así que, tras discutirlo brevemente, decidieron vengarse de tan crueles verdugos esa misma noche.

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