Hace un tiempo publicábamos en el blog un relato de una lectora de los Talleres de lectura de la Biblioteca Municipal de Peñaranda. Ahora, llega el turno de Jesús Plaza López, participante a su vez de un Taller de lectura. Todo empezó con su “queja” : ¡Cómo era posible la suerte de Celestina en El manuscrito de piedra!. Desde la Biblioteca se le lanzó el reto de hacer que Celestina hablase y Jesús, como buen caballero no se arredró y dejó este texto en un comentario; texto que no tiene desperdicio y que se merece una entrada para que no pase desapercibido. Que lo disfruten.
Y dice Jesús Plaza:
A la orden de María Antonia (¡que carácter!) y tras pensarlo (obviamente muy poco) he decido que el lugar en que quiero poner a Celestina es el mejor de los posibles, el de su Tragicomedia. Con demasiadas licencias y un sentido cronológico “peculiar”, he construido este texto por el que de antemano pido mil disculpas a Fernando de Rojas y a Jambrina. Espero entiendan que es sólo un juego y en sus conversaciones vía güija no me lo tengan en cuenta y se confabulen contra mí.
Ahí va pues, con la advertencia previa de que tal vez sea un poco largo.
Aunque oí que algunos dicen lo contrario, no quiso el creador que acabasen mis días como los de aquel jovenzuelo a quien perdió un desmedido afán por saber de aquello que tan lejos de sus capacidades se hallaba.
Fue por lana y salió trasquilado como una oveja boba en vísperas del estío. Y es que quiere el cielo y el diablo dispone que a quién en mucho se considere, o demasiado pronto pretenda ser el dueño de sus actos y disponedor de las vidas ajenas, más pronto que tarde su atrevimiento y presunción le acarrean la desdicha fatal.

La Celestina de Picasso
Cierto es que me aproveché de sus ansias para engordar mi bolsa y caro estuvo a punto de costarme el atrevimiento de querer hacer venganza y negocio con los que en esta ciudad y en otras marcan el paso de la danza que se ha de bailar. Tengo ahora por cierto que más se saca de los principales conociendo sus debilidades y con un halago a tiempo que enseñándoles los dientes.
Y aunque soy vieja y mi vista y mis huesos flaquean del tanto tiempo pasado en aquel antro en que conocí al joven Rojas, a quién auguro prosperidad, bien aprendí la lección y hoy tengo por sabio el dicho que reza “zapatero, a tus zapatos”.
Yacen muertos y enterrados el príncipe rijoso, el infame fray deputa Tomás y el verdugo Hilario que les dio salvoconducto y paga para el viaje al otro mundo y les acabó acompañando en la barca de Caronte. Se fue ya el de Deza, buscando el favor de los reyes. Las aguas del Tormes vuelven al cauce que tantas veces abandonan y yo, tras escurrirme por el laberinto de la cueva en medio del tumulto, estoy de nuevo en el Arrabal, y he vuelto al oficio que me enseñó Claudina y del que nunca debí desencaminarme. El que me llena la bolsa y me proporciona de continuo una buena jarra de vino, más que menos abundante y de calidad según quiera la fortuna, con que calentar mis soledades y celebrar el éxito de mis negocios y composiciones.
Y no estoy falta de ocupación ni compañía. Que para lo primero siempre hay eclesiásticos amigos de doncellas con virgos a los que restituir su honestidad, locuras de amor que encauzar y damas que convencer. A más de algún que otro afeite, ungüento, pócima o bebedizo que mi oficio y conocimiento de la madre naturaleza me han enseñado a preparar y alguna voluntad predispuesta siempre me requiere, no sin el punto de esfuerzo que con mi discurso hago para vencer las reservas y ganar las confianzas.
Y si quieren pedirme conjuros, tanto se me da Plutón, como Hércules o Hera, que quien me los demanda, más cuidado de su alma debería tener que yo, simple instrumento de sus intenciones.
En lo de la compañía, gusto rodearme de jovencitas y jóvenes que alegren mi vista maltrecha y me recuerden con su frescura los encantos de mi mocedad perdida, que tantos goces dieron a muchos como a mí alegrías y otros beneficios menos espirituales. No poco consuelo me proporcionan y disfruto de su buena disposición para ser cómplices y aprendices de mis astucias a cambio, por supuesto, de la remuneración con que gratifico sus trabajos como quien gratifica a un hijo; no ha de ser aquella por tanto excesiva a fin de evitar, como hacen las buenas madres, despertar su codicia. Intento vano, a buen seguro, pues los años me han enseñado que la codicia despierta tan pronto como empieza a sonar la bolsa.
Queden pues con Dios los principales, y yo al servicio de éstos para dar remedio a sus debilidades. Ahora me requiere un loco de amor Calisto que, con sólo verla, quedó prendado de los encantos de la hermosa Melibea.
Celestina