El manuscrito de nieve: primer capítulo y primera entrega

El 27 de abril, en la Semana de Novela Histórica organizada por la Biblioteca Municipal de Peñaranda, Luis García Jambrina se encontró con sus lectores y les hizo el regalo de la lectura del primer capítulo de su nueva novela. Por aquel entonces, el título estaba guardado celosamente; meses después, lo conocimos por fin: El manuscrito de nieve. El libro lleva el sello de la editorial Alfaguara y colabora en el Programa Territorio Ebook.

Hoy, podemos disfrutar del primer capítulo sin prisas, por cortesía del autor que nos lo ha enviado a través de una paloma electrónica… Gracias, Luis.

Y como esto de publicar novela en un blog  se asemeja un tanto a la literatura por entregas del XIX, vamos a hacerlo sin pausa, para que todos los lectores paladeen su lectura sin prisas, despacio. La ocasión lo merece. Y comienza así:

EL MANUSCRITO DE NIEVE. Un nuevo caso del pesquisidor Fernando de Rojas en la Salamanca de finales del siglo XV

Luis García Jambrina

Capítulo 1

(Salamanca, 3 de febrero de 1498)

Detalle del "Baco" de Caravaggio

Cuando caía la noche, Salamanca se transformaba en una ciudad muy distinta. No es que sus calles se despoblaran, como ocurría en otros lugares, para dar paso al silencio y a la oscuridad. Se trataba más bien de un cambio de caras, usos y costumbres. Poco a poco, aquellos ciudadanos que las ocupaban durante el día iban siendo sustituidos por otros más habituados a moverse entre las sombras; de modo que, a esas horas, lo habitual era cruzarse con bandadas de estudiantes camino de tabernas y garitos; con rufianes, jaques y prostitutas a la caza de clientes, a pesar de la prohibición de ejercer su oficio fuera de la Casa de la Mancebía; con ladrones, murcios y maleantes al acecho de posibles víctimas sobre las que dejarse caer; con mendigos, rotos y vagabundos en busca de refugio para pasar la noche; con amantes apresurados para no llegar tarde a la cita con sus impacientes amadas; y, cómo no, con grupos de embozados, bravucones y matasietes necesitados de pendencia y de sangre.

Tampoco era raro ver a algunos muchachos deseosos de aventura por los aledaños de la plaza de San Martín, donde tenían su cónclave nocturno. La mayoría eran mozos de cocina, de cuadra o de taberna o esportilleros del mercado, y acudían, solícitos, al encuentro con aquello que habían logrado sisarles a sus respectivos amos durante el día. Uno de estos mozos tenía su asiento en el mesón de la Solana, que estaba situado en la misma plaza y era uno de los más frecuentados de la ciudad. Allí servía también su madre, viuda y con otro hijo todavía por criar. Mientras ella se cuidaba de limpiar las habitaciones y de atender a los huéspedes, él se pasaba el día yendo por vino, comida, candelas o lo que estos tuvieran a bien demandar. Aparte de las propinas que le daban, siempre escasas, el muchacho, para resarcirse, se quedaba con una parte de lo que le habían encargado. El vino solía guardarlo en una bota que, con este fin, llevaba escondida bajo la camisa, hasta que, un mal día, un huésped que, por casualidad, se había dado cuenta del trasiego quiso darle una dura lección; de modo que, cuando cogió la jarra, empezó a gritar:

–Maldito bribón, ¿dónde está el resto del vino que te pedí?


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