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¿Quién teme a la web feroz?, 2. Luis García Jambrina

Centro de Desarrollo Sociocultural abril - 18 - 2011 Comentarios desactivados

Gijón y su belleza

Lo cierto es que, durante el tiempo que pasé en Gijón, pude comprobar cómo todos mis colegas aprovechaban cualquier momento libre para gestionar su web, atender su blog o conectarse a las redes sociales. Algunos estaban tan habituados a twittear que, cuando hablaban, sólo lo hacían con frases cortas, de unos ciento cuarenta caracteres. Yo, claro, era incapaz de entenderme con ellos. Definitivamente, me había convertido en un marginado.

“Esto no puede seguir así –me dije yo–; tengo que buscar alguna solución”.

De vuelta

El caso es que, cuando volví a Salamanca, me puse manos a la obra, y lo primero que hice fue convocar una reunión familiar.

–Tengo un problema –les dije a mi mujer y a mi hija–. Necesito que me ayudéis a hacer un blog y a unirme a facebook y twitter.

–Ya era hora de que te modernizaras –me soltó mi hija con mucha guasa.

–Mira que te lo dije –me recriminó, como siempre, mi mujer.

Total, que con su ayuda, al poco rato yo ya tenía un blog y un perfil en las redes sociales.

–Bueno, ¿y ahora qué hago? –pregunté yo, ingenuamente.

–Lo primero que tienes que hacer es redactar una entrada para el blog y conseguir amigos y seguidores para tu perfil en facebook y twitter.

Una vez escrita la entrada, volví a preguntar:

–¿Y ahora qué?

–Pues ahora –me contestó mi mujer deberías mandar mensajes a la gente que conoces para que visiten tu blog y tu perfil en las redes sociales y te manden algún comentario.

Hecho esto, intenté ponerme a trabajar. Pero estaba tan impaciente por ver si me habían enviado ya algún comentario que no hacía más que entrar en la página de mi blog, que, por supuesto, siempre me mostraba el mismo resultado. Comentarios: 0. N.º de visitas: 0. “Pues sí que estamos bien”, me decía yo.

Al día siguiente, lo primero que hice, cuando me levanté, fue entrar en el blog. Pero la cosa seguía igual. Así que escribí una nueva entrada, que titulé “¿Hay alguien ahí?”, para ver si de esta forma algún internauta caritativo se animaba a dejarme algún mensaje. Por supuesto, también les pedí a algunos amigos y conocidos que me linkearan en su propio blog. Pero la cosa no cambiaba. Comentarios: 0. N.º de visitas: 0. Y así un día y otro día, entrada tras entrada; siempre con el mismo resultado. Comentarios: 0. N.º de visitas: 0.

Me obsesioné tanto con el blog que dejé de atender mi correo y de escribir la novela que tenía empezada. De la mañana a la noche, me sentaba delante del ordenador a esperar a que alguien visitará mi blog, se agregará a mi perfil de facebook o me twitteara algún mensaje, por pequeño que fuera.

Varias semanas después, me sentía tan frustrado y enfadado conmigo mismo que decidí cerrar el blog, no sin antes escribir una última entrada, que decía así: “No puedo más. Lo dejo para siempre. Estoy harto de todo. Adiós”.

A día siguiente, no sé por qué, me dio por asomarme al blog y me encontré con el siguiente comentario: “Estoy de acuerdo con usted. En estos casos, el suicidio es la única salida”. Y, al poco rato, me llegó otro: “Hace usted bien. Le recuerdo, además, que hay una larga tradición de escritores suicidas”. Y otro más: “Si quiere mi consejo, le recomiendo que lo haga con pastillas”. Y otro: “Yo, sin embargo, creo que es mucho más efectivo arrojarse por una ventana”. Y otro: “Mejor aún desde un rascacielos; así será más grande la caída”. Y otro más: “Sea como sea, hágalo usted bien”. Y otro, y otro, y otro…

Llegaron tantos comentarios que enseguida me di cuenta de que el asunto se me estaba yendo de las manos. Así que, para intentar frenarlo, me apresuré a colgar una nueva entrada en el blog: “Mucho me temo que se ha producido un terrible malentendido. No era, desde luego, mi intención insinuar que iba a suicidarme. Les ruego que disculpen las molestias que les haya podido ocasionar. Lo único que pretendía era comunicar que me disponía a cerrar el blog. Y, además, nunca pensé que fuera a leerlo nadie”.

Naturalmente, los comentarios no se hicieron esperar. “¿No irás a echarte para atrás ahora? Si fuera así, nos sentiríamos muy defraudados”, decía uno. “Si no cumples tu palabra, después de la que has montado, te pondremos en la picota”, proclamaba otro. “Eres un cobarde, un farsante, un sinvergüenza. No se puede jugar impunemente con la buena fe de los internautas. Vamos a masacrarte”, añadió un exaltado, al que siguieron muchos otros, cada vez más hostiles.

“Está bien; ahí os quedáis”, escribí yo en un nuevo post, dispuesto a terminar, de una vez por todas, con esta historia. Pero mi mensaje se interpretó como una nueva confirmación de mi supuesto deseo de suicidarme, lo que hizo los comentarios se multiplicaron y acabaran trasladándose también a las redes sociales (para entonces, todos querían ser mis amigos), y de allí a los medios de comunicación digitales: “Un escritor anuncia su suicidio en un blog”, decía un titular. “En sólo dos días se agotan las existencias de sus libros”, informaba otro. “Los internautas colapsan el blog del escritor”, añadía un tercero. “¿Estamos ante una nueva estrategia de marketing?”, se interrogaba un periodista. “¿Cumplirá el presunto suicida su promesa?”, se preguntaban todos los demás.

Alarmado por la situación, llamé a mi agente literaria para contarle lo que me estaba pasando y pedirle consejo.

–¿Y tú qué piensas hacer? –me preguntó ella, cuando terminé.

–¡¿Cómo que qué voy a hacer?! –exclamé yo–. Pues desmentirlo. Para eso te llamo.

–¡¿Estás loco?! –me replicó ella–. Si ahora no te suicidas, estarás acabado como escritor. La gente dejará de comprar tus libros y te hundirás para siempre en la miseria.

–Pero si me suicido ya no podré escribir más libros.

–Pero al menos los ya publicados se venderán como rosquillas –repuso ella–, y seguro que tienes alguno inédito por ahí, y si no lo inventamos, por eso no te preocupes.

–Pero, una vez muerto, ¿de qué me servirá vender tantos libros?

–No seas egoísta –me recriminó ello–. Piensa en tu hija, en tu mujer, en tu amante. Y, si eso no te conmueve, piensa al menos en mí.

–¿Y yo qué? –protesté.

–Tú te harás muy famoso, ¿no era eso lo que querías? Mira lo que ha pasado con Roberto Bolaño o con Stig Larsson, después de su muerte. Son toda una leyenda viva.

–Pero yo quiero seguir viviendo y escribiendo, no ser una leyenda. Además, ellos murieron de muerte natural. No tuvieron que suicidarse para conseguirlo.

–Eso es sólo un detalle sin importancia –puntualizó–. Lo que cuenta es el resultado.

–El resultado es precisamente lo que me preocupa…

–En cualquier caso, no tienes elección –sentenció–. O te suicidas como ser humano o te suicidas como escritor. Tú decides. Pero si eliges lo segundo, a mí no vuelvas a llamarme. Y da gracias que no te denuncie por incumplimiento de contrato.

Y, dicho esto, me colgó; lo que me dejó sumido en un mar de dudas y en un pozo zozobra e inquietud.

–Me suicido o no me suicido –me repetía yo en la soledad de mi despacho.

–¿Qué haces ahí hablando solo? –me increpaba mi mujer al otro lado de la puerta–. De un tiempo a esta parte, te noto muy extraño.

El texto viene de aquí.

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