Iniciamos la lectura de una historia. Comenzamos la lectura de Salamanca en 1498. Los lectores gustan de elegir lugares para leer. Acomodos donde soñar, espacios donde dejar que la imaginación vuele, donde la mente se desprende de viejas ofuscaciones y adquiere nuevos saberes. Leer, leer. Se lee en manuscrito y en impreso, pues los dos libros conviven en estos años. También en piedra, no me digan que no se han dado cuenta. Incluso se puede escribir sobre la nieve y leerlo con prisas si llega ya el buen tiempo.
Pero, ¿quiénes son los que leen? ¿Los hombres doctos y las mujeres de la nobleza? ¿Es que los dibujos, las imágenes, las iniciales, no encierran un misterio dentro de sí? ¿No puede escribirse con la aguja? ¿Y con el pincel?
Y de los habitantes de esa ciudad pétrea, ¿qué me dicen? ¿Es que en sus ropas no llevan escrito lo que son, a qué se dedican, las penurias o privilegios que sufren o gozan? La misma Salamanca es un libro de piedra que se ofrece a sus moradores para ser leída. Si se hace con mimo y atención, pueden descubrirse tantos relatos, tantas señales, tantas peripecias. Si se hojea en la superficie como quien tiene prisa y anda apurado, callejeando sin ton ni son, nos perderemos algún capítulo o pasaje.
Eso es. ¿Dónde se leía? ¿Quién lo hacía? ¿Indagamos en los soportes, en las calidades de los materiales utilizados? Si piedra, si tinta, si hilo… Leamos la Salamanca de 1498.
